Pero las horas pasan a veces en balde, horas del no saber, del demasiado pensar… y algunas horas de abanicos en la espalda y miel en los ojos, de un atardecer que renace dejándose convencer por la piel que lo refleja. Horas melancólicas adaptándose a las horas de aguja pero que sin nada que ver con éstas determinan también nuestra vida. Para algunos sus días no son más que el proseguir de un reloj, a su marcha de cruel horario. Otros se rigen por demandas igualmente urgentes como no dejar de aprovechar el rato libre de esa persona, correr a la calle en esa hora especial en que el día se torna mágico, parar y escuchar lo que tantas veces sólo te has molestado en oír, ser, o intentar ser como mínimo, hasta en la adversidad, reír por no gritar o por no llorar, estar por encima de lo que uno piensa que podría ir mal y no dejarse caer en el sufrimiento y la desesperanza cuando efectivamente ocurre lo malpensado. Mucho más que elementos medibles en lo que establecer principios y finales. Principios los propios y finales los que decidamos tener y los que no tengamos más remedio que aceptar
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Sólo por los ratos encantadores que aparecen donde pensabas que sólo había inexpresión, merece la pena no cejar ante la duda; y aceptar que las cosas y las personas no están del todo llenas ni del todo vacías